La figura del periodista y filántropo anglicano Robert Raikes (1736-1811) está indisolublemente unida a la difusión de las escuelas dominicales en Gran Bretaña. En 1757, a la muerte de su padre, heredó la propiedad y dirección del Gloucester Journal, así como una empresa editorial. Su espíritu emprendedor lo convirtió en poco tiempo en uno de los hombres más influyentes de su ciudad.
Raikes inició su obra filantrópica con una campaña en favor de la reforma de las deplorables condiciones carcelarias en su Glouscester natal. Como continuación de esa empresa, hizo suya la causa de las escuelas dominicales y emprendió una vigorosa campaña que extendió por todo el país su práctica (en ese momento, local y esporádica), hasta el punto de ser considerado como el «fundador de las escuelas dominicales».
La idea nació una mañana de finales de 1871 o principios de 1782 en que Raikes acudió a una de las zonas más degradadas de Gloucester para contratar a un jardinero y se encontró a un grupo de niños desarrapados jugando en la calle. Eran los hijos y los hermanos pequeños de los trabajadores de una fábrica de alfileres cercana.
La fabricación de alfileres era la principal industria de Gloucester a finales del siglo XVIII. Su métodos de trabajo habían descritos apenas unos años antes por Adam Smith (1723-1790) en La riqueza de las naciones (1776) como ejemplo de «división del trabajo». Cada trabajador realizaba una parte de todo el proceso de manufactura: fabricar el alambre, enderezarlo, cortarlo, añadir la cabeza, afilar la punta... A partir de los cinco años aproximadamente, los niños también trabajaban en ellas seis días a la semana en jornadas de diez o doce horas y, aunque recibían un salario muy inferior, éste resultaba imprescindible para la supervivencia de las depauperadas economías familiares.
El día en que Raikes visitó casualmente la zona y quedó consternado por el espectáculo de las calles era un sábado. Según supo por boca de la mujer de su futuro jardinero, la situación era mucho peor los domingos.
Le pregunté a una habitante del barrio si esos niños vivían en aquella parte de la ciudad y lamenté su pobreza y su ociosidad. «¡Ah, señor!», me dijo la mujer, «si viera esta parte de la ciudad un domingo, se quedaría horrorizado; porque entonces la calle está abarrotada de multitudes de estos granujillas que, al no tener que trabajar ese día, dedican su tiempo a gritar y alborotar, a jugar al hoyuelo y a soltar palabrotas y jurar de un modo tan espantoso que cualquier persona seria se haría una idea precisa del infierno, más que de ningún otro lugar.
»Tenemos un clérigo respetable, el reverendo Thomas Stock, ministro de nuestra parroquia, que ha colocado a algunos de ellos en la escuela; pero el domingo se entregan sin freno sus propias inclinaciones, puesto que los padres, completamente desamparados, no saben cómo inculcar en las mentes de los niños unos principios que les son a ellos mismos del todo ajenos».
El atroz espectáculo movió a Raike a emprender su cruzada moralizadora. Buscó a un grupo de mujeres dispuestas a enseñar a los niños los rudimentos de la lectura y del catecismo con la Biblia como libro de texto. El movimiento enseguida adquirió fuera y los resultados fueron asombrosos:
La ciudad de Gloucester pronto empezó a tener un aspecto muy diferente en el día del Señor. En lugar de ruido y alboroto, todo era paz y tranquilidad; en lugar de disputas y peleas, como antes, todo era concordia y armonía; en lugar de mentiras, juramentos y todo tipo de libertinaje, los niños se empaparon poco a poco de los principios de la honradez y la verdad, el decoro y la humildad; en lugar de holgazanear por las calles en un estado de indolencia tan doloroso para el observador como para ellos, era ya posible verlos frecuentar con decente regularidad los lugares de culto público, a todas luces mucho más felices que en su anterior estado de irreligiosa ociosidad.
Las escuelas dominicales no tardaron en ser adoptadas y fomentadas por las diferentes confesiones y se difundieron por todo el país. Medio siglo más tarde, hacia 1833, el número de los alumnos de esas escuelas superaba con creces el de los asistentes a las escuelas ordinarias, y aproximadamente la mitad de los que acudían a las clases dominicales no recibía ningún otro tipo de instrucción.
Una idea alternativa (y más sakiana) sobre el modo de ocupar a un grupo de muchachos ociosos queda ilustrada en el cuento «El capricho coral de Reginald», publicado en Reginald (1904). En ese relato, Reginald queda encargado de supervisar la excursión del coro infantil de una parroquia.
Con estratégica perspicacia, condujo a las tímidas y obstinadas criaturas a su cargo hasta el arroyo más cercano del bosque y les permitió bañarse; después se sentó encima de las prendas de las que se habían despojado y disertó sobre su futuro inmediato que, según decretó, no era otro que realizar una procesión báquica por el pueblo. La previsión había suministrado al evento una remesa de silbatos, pero el añadido del macho cabrío de un huerto vecino fue una brillante provisión de última hora. Para hacerlo bien, explicó Reginald, tendrían que llevar un disfraz de piel de leopardo; pero, dada la situación, a los que tuvieran pañuelos de lunares, se les permitiría ponérselos, cosa que hicieron agradecidos. Reginald reconoció que era imposible, en el tiempo de que disponía, enseñar a sus tiritantes neófitos un cántico en honor a Baco, así que los inició en un himno más familiar, aunque menos apropiado, de la liga antialcohólica. Después de todo, dijo, lo que cuenta es el espíritu del asunto.
Fuentes:
GREGORY, Alfred, Robert Raikes: Journalist and Philantropist. A History of the Origin of Sunday-Schools, Londres, Hodder and Stoughton, 1881.
POWER, John Carroll, The Rise and Progress of Sunday Schools. A Biography of Robert Raikes and William Fox, Nueva York, Sheldon & Company, 1863.
MUNRO, Hector H. (Saki), Cuentos Completos, ed. Juan Gabriel López Guix, Barcelona, Alpha Decay, 2005.