Según el relato de Ethel Munro, «el médico de la familia en Barnstaple, a quien los mayores consideraban como un oráculo, declaró que ninguno de los tres llegaría a la edad adulta». Hector, el más pequeño de los tres hermanos, era también el más delicado. Las tías lo llamaban Chickie («Pollito») y le ahorraron los castigos más severos que acompañaban a toda educación victoriana, una atención de la que no fue objeto su hermano Charlie, un año y medio más grande. Se conserva una foto de Hector a los diez años.
Ante estas precisiones biográficas, resulta difícil no recordar el comienzo de «Sredni Vashtar» (publicado en The Westminster Gazette, 25 de mayo de 1910, y luego, ese mismo año, en Crónicas de Clovis): «Conradin tenía diez años, y el médico de la familia había emitido su opinión profesional de que el niño no viviría otros cinco más».
El nombre de Conradin remite a un personaje histórico que, efectivamente, no llegó a la edad adulta. Conradino de Suabia (1252-1268) fue nieto de Federico II Hohenstaufen e hijo de Conrado IV, de quien quedó huérfano a los dos años. De su abuelo heredó la encarnizada enemistad del papado; de su padre, los reinos de Alemania, Sicilia y Jerusalén.
Conradino no consiguió reinar en ninguno de esos territorios: el papa Inocencio IV intentó coronar otro rey en Sicilia; su sucesor, Alejandro IV, ofreció los territorios alemanes a Alfonso X de Castilla; y nunca tuvo ocasión de viajar a Jerusalén para reclamar su corona. Aprovechando la minoría de edad de Conradino, su tío Manfredo, uno de los hijos ilegítimos de Federico II, consiguió apoderarse de Sicilia actuando como regente; sin embargo, Manfredo murió en 1266 en la batalla de Benevento frente a las tropas de Carlos de Anjou, que contaba con el apoyo del nuevo papa Clemente IV. Conradino intentó entonces recuperar el reino de Sicilia. Abandonó Suabia, entró en Italia en el otoño de 1267 y fue aclamado en todas las ciudades que encontró a su paso. La misma Roma se rindió ante él. Según cuenta el historiador británico Steven Runciman:
La llegada de Conradino a Roma el 24 de julio fue saludada con escenas de histérico entusiasmo. Nunca la ciudad papal había otorgado un recibimiento tan tumultuoso a un enemigo declarado de la Santa Sede. Las multitudes lo recibieron entonando himnos de alabanza y arrojando flores a su paso. Las calles se engalanaron con sedas y terciopelos. Todo el mundo se vistió de gala. Se celebraron juegos en el Campo de Marte y procesiones con antorchas por la noche. El rey niño, con su belleza y su encanto, fue tratado casi como un dios.
Como había hecho con su tío, Carlos de Anjou decidió detener el avance del Hohenstaufen y, el 23 de agosto de 1268, se enfrentó a él en la batalla de Tagliacozzo, que terminó con la derrota de Conradino. Su captura se produjo pocos días después. Tras un simulacro de juicio, en el que se le acusó de robo y traición, fue condenado a muerte.
La decapitación tuvo lugar en lo que es hoy la Piazza del Mercato de Nápoles el 29 de octubre de 1268. Su tumba se encuentra en el mismo sitio, en la iglesia de Santa Maria del Carmine. Con él se extinguió un linaje, el de los Hohenstaufen, que había hecho temblar a varios papas.
El juicio y la muerte de Conradino estremecieron la conciencia de Europa. Para Dante, que escribió medio siglo más tarde, Conradino fue una víctima inocente. Incluso el papa quedó consternado, por más que se alegrara de ver la extinción de la estirpe de la víbora. El historiador güelfo Villani mostró un profundo interés en limpiar el recuerdo de Clemente de toda sospecha de complicidad. Hasta el día de hoy, Carlos es por lo general condenado, incluso por los franceses deseosos de excusar al más capaz de los Hijos de Francia. Para los alemanes. siempre ha sido el mayor crimen de la historia. Siglos más tarde, el poeta Heine escribió sobre el episodio con amargura.
Fuentes:
MUNRO, Ethel, «Biography of Saki», en H. H. MUNRO (Saki), The Square Egg, Londres, John Lane, 1924.
RUNCIMAN, Steven, The Sicilian Vespers: A History of the Mediterranean World in the Later Thirteenth Century, Cambridge, Cambridge University Press, 1992.